El chozo: origenes y evolución.

Desde el comienzo de los tiempos, una de las primeras preocupaciones de nuestros ante­pasados fue la de proporcionarse un cobijo que les permitiera resguardarse de las incle­mencias del tiempo, mantener el fuego, salvaguardarse de las alimañas y donde poder desarrollar su vida de grupo.

Estos lugares, muy modestos, estarían realizados posiblemente con materiales que ten­drían a su alcance, tales como ramas, barro y piedras, dependiendo de los lugares en los que se encontrasen y aprovechando huecos o accidentes del terreno, tales como abrigos.

Imagen ideal de Viollet-le-Duc sobre primeras viviendas,

apreciese el parecido con la estructura de los chozos de monte


De este tipo de construcciones rudimentarias, más parecidas a nidos que a chozas, serían las primeras usadas por la especie humana y de ellas, lógicamente, no han quedado res­tos por la propia naturaleza de los materiales que se utilizaron. Con el tiempo estos espa­cios-nido, que serían parecidos a los que actualmente hacen todavía algunos primates e incluso aves, pasaríamos a una etapa en la que se podrían utilizar ramas grandes de en­cina u otros árboles, que cayeran por su propio peso y que, acumulando material vegetal alrededor de ellas, darían como resultado un habitáculo parecido a las cabañas que de ni­ños hacíamos, sin necesidad de herramientas ni habilidad especial. Con esta técnica con­viviría también el aprovechamiento de cuevas y abrigos montañosos, cuya entrada podría protegerse, además, con pequeñas hiladas de piedra. Esto sería, probablemente, lo domi­nante en el Paleolítico.

Pero será más tarde cuando llegue la Arquitectura, puesto que ya se utilizarían técnicas más complejas y se necesitarían cierta destreza y planificación, transformando, además, en cierto modo, el aspecto del territorio.

Quizás una de las habitaciones más antiguas sería algo muy parecido a lo que llamamos aquí chozo de monte, que consistiría en la creación de un armazón de ramas grandes de encina (pernás) en la que, después de crear un entramado a modo de jaula de perdigones con ramas más finas (latas), ya sólo les quedaría ir agolpando y atando con fibras vegeta­les (sacadas del torvisco, por ejemplo), grandes haces de monte (escoba, junco, bayón, etc). Este tipo de viviendas posiblemente conviviría con otras que, como hemos dicho an­tes, utilizaría cuevas, huecos y refugios en las rocas. Quizás todo esto pudo suceder, con mucho margen de error, entre hace 12.000 y 10.000 años.




"choço de monte" de los hnos Espino, Alburquerque


Tiempo después, y como evolución posible y lógica, se pasó al chozo de horma, pues este presenta varias ventajas sobre el anterior: en primer lugar no deja penetrar el viento frío en el invierno que a la altura de las camas y bancos enfriarían los cuerpos de sus habitantes. Otra razón igual de prosaica y necesaria fue que el ganado y animales silvestres no penetran y destrozaran el monte por sus zonas inferiores, aun poniendo “bardos” para “defenderse” de las agresiones de los animales. Por último e importante también es la necesidad de separar de la humedad del suelo la estructura que soporta la techumbre, necesitando de este modo solo pequeñas reparaciones cada dos años aproximadamente, así como troncos más pequeños. Otra ventaja que me han dicho algunos informantes es que ganaban más altura y así se podía hacer un fuego más grande.

"choço de horma", finca Los Salones, dehesa comunal de Alburquerque


Esto pudo ocurrir posiblemente cuando nuestros ancestros se hicieron ya mucho más se­dentarios y podían permitirse crear estructuras más duraderas y complejas. Esto sucede en el Neolítico (sobre 4500 y 3500 años, aproximadamente, a.n.e.). Así lo atestiguan los restos arqueológicos de chozos que se han encontrado en Extremadura, como, por ejem­plo, en Palacio Quemado (Alange), o los poblados fortificados de San Blas (Cheles), Ca­brerizas (Cáceres), etc. Estos hallazgos dan como resultado una posible antigüedad de los chozos de horma mayor de la que se creía, pues hasta no hace mucho se decía que fueron introducidos por los Celtas. Eso no parece posible, ya que no llegaron a la penín­sula hasta el primer milenio a.n.e. Por otra parte, tampoco explicaría esta dependencia entre migraciones celtas y difusión del chozo de horma cómo son posibles construccio­nes circulares en los Andes bolivianos como las que aún construye la nación Chipaya. Aquí la defensa a ultranza del difusionismo cultural, una desconfianza hacia las capacida­des de nuestras poblaciones originarias y una sobrevaloración de la cultura céltica, han permitido mantener ese falso mito aún en nuestros días.


En resumen, estamos ante una construcción genuina, auténtica y con una antigüedad que da escalofríos. Por eso es muy importante ponerlos en valor y prestarles la atención y el respeto que merecen, pues son un fósil (aún muy útil) de nuestro remoto pasado como habitantes de estas tierras. Ojalá nuestros hijos puedan verlos en el futuro como nosotros aún podemos verlos.